Vivimos acostumbrados a que nuestra cabeza sea la primera en decidir sobre todo lo que hacemos. Llenamos nuestra mente con una cantidad de pensamientos tal, que al final nos es imposible llegar a la raíz de qué estábamos pensando para llegar hasta ahí (?).
La parte menos positiva de esto es que mientras estamos paralizados buceándo en un interminable discurso mental, las cosas alrededor siguen sucediendo... y las oportunidades van pasando.
Mientras nuestra mente analítica se pone cientos de medallas tratando de diseccionar una a una las situaciones que nos rodean, nuestra mirada se torna al interior, a esa cámara donde nuestra mente habla y habla sin parar hasta que cree encontrar la conclusión o solución perfecta. Rodea la situación una y mil veces, juzga lo bueno y lo malo y aunque no en todos los casos, emite un veredicto. Decide qué es lo mejor, lo que si y lo que no.
Desde una única perspectiva. La que hemos acuñado como la mejor... La que nos preocupamos muy mucho de rodear de argumentos no sólo que la sostengan, sino que también la defiendan.
Transcurrido este proceso mental muchas veces actuamos desde la autocrítica, desde la exigencia, condicionados por lo que es bueno y lo que es malo, haciendo que nuestras decisiones acarreen una serie de expectativas sobre cómo tiene que actuar el mundo alrededor de nosotros, y si estas no se cumplen... decepción, enfado, impotencia, frustración...
Quizá sea el momento de plantear no basarnos exclusivamente en el plano mental haciendo que otras partes de nosotros, quizá más auténticas, más sinceras, tomen el lugar que les corresponde.
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